3 noviembre 2016
Foto: Mikel Alonso.
El gusto
Uno de nuestros cinco sentidos básicos. El más intimista. La acción de supervivencia por antonomasia. Sin él, la vida no debería existir.
Atrás quedan los otros cuatro.
La vista y el oído. Los más mundanos. Los más díscolos de los cinco. A través de ellos nos bombardean constantemente. ¡Cuántas cosas vemos y oímos sin querer! ¡Cuántas tonterías, insultos y malos rollos que se nos cuelan dentro a través de ellos dos, sin nuestra autorización. Cuantas! Los más ingenuos. No te creas todo lo que ves. Y menos aun, lo que prometen algunos a través de palabras sin sentido.
El olfato también es de esos. ¡Cuántas veces se nos cuela por delante de nuestra nariz y se nos mete dentro! Pero este empieza a ser más selectivo. Esto me huele mal, pensamos en muchas ocasiones. Y no nos equivocamos.
¿Y el tacto? Eso ya es distinto. No tocamos nada que no nos interese. El tacto es muy selectivo. El enlace de verdad con el prójimo. Muy selectivo ¡No me toques! Impera tantas veces en nuestra mente. Prestar parte del roce es algo ya muy intimista. No dejamos que cualquiera nos toque. Cuando la barrera aséptica de la distancia se diluye nos ponemos en guardia.
Pero el gusto es algo distinto. Se instala en tu interior. El más parecido al sexo de todos ellos. Deja su impronta en ti como no lo hacen ninguno de los otros cuatro.
Necesita información de los otros cuatro sentidos. Son sus lacayos ¡Qué importante es! Visualmente bonito, sonoramente agradable, de tacto sedoso y con un aroma embriagador. Cuando sus informadores dan el aprobado entra el gusto y la lengua. La boca. En unos segundos formará parte de nosotros. Nos hará crecer.
El sexto sentido afirma con la cabeza. Buena decisión.
Y el sentido común te guiñará un ojo de aprobación.
